viernes, 7 de marzo de 2014

EL OCASO DE LA MEMORIA


Estas ahí, aferrada al último recuerdo, cuando ya nada nos une y ha 
desaparecido la memoria de mis cosas. Me he convertido en una estela de humo condenada a 
dispersarse, en su olor pasajero, en la sonrisa de una cara extraña, en el eco de algún pensamiento, en 
una noticia que flota sin mensajero ni dueño. Me encuentro apenas en el murmullo del viento, en el 
rocío que se evapora antes de la llegada del día; en el silencio que no quiere desaparecer; entre el 
bullicio de tanta tropa suelta. Es como la luz de una estrella que aún no llega, un invento del aire en los 
escabeles que se forman tras unas nubes de fuego. Estas ahí, en el instante en que desaparece el 
último recuerdo, cuando todo lazo se ha roto y el infinito es de nada, sin memoria. 
Por eso quizá, y para olvidarme definitivamente, aceptas el recogimiento. Venir a este lugar a 
intentar vivir con el paisaje, con la selva, con las aves que cruzan de sur a norte todo el año, como si 
estuvieran acostumbradas a darle vueltas al mundo en un mismo sentido, igual que la luna, que también 
aprendió, como ellas, a girar eternamente. Anidas entre estas montañas rocosas, bañadas por un oleaje 
de espumas, con ese ruido incesante del mar que cuando se aquieta es con el objeto de regresar con 
mayor ímpetu. Pretendes sortear la estela de sinsabores que deja la vida, entre los colores de los 
celajes que por aquí se despiertan con esa magia que añoras, con esa frescura embriagante. 
Sé que disfrutas como un marinero de las tempestades del mar, la fortaleza de las olas y los 
afanes de la tormenta. Al frente de este horizonte sin fronteras, las horas pueden pasar como aluviones, 
a tu alrededor, sin que te des cuenta. También sé que debo esperar tu llamado, tu mensaje, que se 
aquiete el eco de mis afanes en ese lugar recóndito del pensamiento, para que despiertes de tu letargo 
y aceptes mis pláticas, por lo demás insustanciales para tus gustos. Sólo me resta esperar que me 
recuerdes. Además, ya no siento que transcurra el tiempo. Casi me parezco a los alcatraces, con su 
mirar gris y su deambular cansino, escondidos bajo los ramajes de los guayabillos que crecen solemnes 
entre los riscos de las orillas. Ellos, esperando a que amaine la lluvia para reiniciar sus correrías, y yo, a 
que se aquiete la borrasca en el interior de tu conciencia y retorne la paz a este reducto de la memoria. 
Hoy el aire se llena de lamentos. A lo lejos, contra las selvas, estridulan los grillos y las cigarras. 
Más cerca, engolfado en algún lugar entre las frondas de los limoneros, se escuchan los cantos tristes
de un arrendajo que ha extraviado a su compañera bajo el bullicio de la llovizna.
. Sobre la arena, que en 
este lugar es negra por los óxidos ferrosos, rompen las olas arrastrando troncos y enterrándolos en las 
orillas. Hacia la curva del infinito, donde el verde oscuro del mar se pierde entre los nubarrones que 
eclipsan el cielo, truenan los rayos con unos sonidos que se quedan estancados en el mar y luego 
arriman como náufragos a las hondonadas de esta serranía que también se vino a morir al borde 
impreciso de las aguas. Y aquí, en mi pequeño lugar, en esa célula de tu cerebro que me has destinado, 
en mi nicho de guerrero, yo no tengo más que rezongar como un condenado a cadena perpetua. 
Sin embargo, no me disgusta observarte o sentirte que para mí es lo mismo; contemplarte en tu 
mundo de lucubraciones, enredarme un poco en tus ideales fantasmagóricos, en ese espíritu angelical 
que tan bien manejas, cual si fueras la diosa de lo cotidiano. Miras la tempestad como si hiciera parte de 
ti; pareciera como si absorbieras el agua y viajaras con las corrientes que se forman desde lo alto y se 
tornan raudas por entre los cauces y cayeras de pronto en el mar y te internaras entre los oleajes y 
después navegaras con los hileros en esas rutas que zigzaguean bajo la neblina que oculta el océano. 
Mirándote bien, eres perfecta: como una palmera; inundas el aire con el aleteo de la risa, miras la 
distancia por encima de todo ser viviente, te sobrecoges como cualquier mortal con el frío de la brisa, 
saboreas los sueños de las criaturas que te circundan como meros elementos del entorno. Hasta yo, 
debes creerlo, sólo soy un apéndice de tu territorio. 
Para ser franco no has cambiado un ápice, ni siquiera con mi ausencia. Desde que te conozco 
tienes la misma sonrisa, igual aire fresco, similares manías de princesa, y conservas ese espíritu 
desdeñoso hacia lo que no te interesa. Cierta magia se mueve a tu alrededor; embriaga, hechiza. Si 
alguna arruga te navega en el rostro, ella desaparece cuando hablas, pues tu voz aquieta el tiempo; es 
algo así como la velocidad, la eternidad. A tu lado no existen las horas; da lo mismo si es de día o de 
noche, si se es viejo o joven, ignorante o sabio. Tienes habilidad para percibir el rumor de las hojas de 
los almendros, que como castañuelas se dispersan a lo largo de la bahía y bajo tu encanto sabes 
reconocer los sueños imposibles, cualidad que yo no sabía ni siquiera que pudieras poseer. 
Somos tan diferentes que ni siquiera podemos ser complementarios. No somos los contrarios que 
en algún punto se encuentran o se descubren, aunque sea para odiarse; ni somos tampoco la antítesis 
de nada. Sé que mi manera de pensar te agobia y mi visión de la realidad es, en tu discurrir, la 
connotación de un fracaso. Según lo has dicho, el soñar no es indispensable para la vida, es un modo
de viajar con los otros mensajes del viento y la forma de recuperar la soledad cuando la multitud invade. 
Si existiéramos en otro planeta, en otra galaxia, bajo el influjo de otras constelaciones, igual daría 
respirar oxígeno o nitrógeno o cualquier otro gas que inventaran las explosiones de uno de esos soles 
que suelen estallar de vez en cuando. En el mar, aprendiste a nadar como los peces de las 
profundidades; en el aire a volar como las gaviotas sobre las corrientes cálidas y en la tierra, tus pasos, 
cuando decides caminar, simplemente agotan las distancias. 
Ya quienes por aquí transitan aprendieron a respetar tu soledad. Las aguas del mar apenas si te 
besan los pies y se retiran como si no existieras. Pareciera que con tu presencia dieras origen a las 
mareas. El viento, cuando te cruza, sólo acata a levantar tus cabellos para conocerte el rostro, que 
permanece bello porque a ti no te sacuden los años. Los nativos, como Narciso, al cual siempre veo 
rondar por tu lado como un espíritu en pena, pasan de largo escondiendo los ojos como si al mirarte 
hechizaras; los indios, que bajan de la selva cuando se acaba la sal y ahora comienzan a enterarse del 
mundo, apenas si te descubren con la misma distancia con que se contemplan los dioses; y hasta los 
chirones*, que se la pasan escarbando entre la arena el sustento del día, compitiendo con la cangrejera 
dispersa, hoy circulan a tu alrededor como si hubieras sido labrada por el cincel de los huracanes en la 
misma roca en la que te encuentras meditando. 
Si no fuera por los suspiros que a veces dejas escapar como si necesitaras sacar un poco de tu 
fuego interior, se diría que habrías muerto mientras vagabas por los caminos del último recuerdo. Pero 
no es ése tu estado natural, es apenas un estadio transitorio, pues si algo tienes es una vitalidad 
exuberante, como la selva que cubre las serranías de estas comarcas. Eres capaz de afrontar las 
vicisitudes con una tenacidad abrumadora, como si dispusieras de un ejército. A tu lado, cualquier 
dificultad es parte de las contiendas que se deben afrontar con la misma virtud con que se preparan los 
alimentos, se canta alguna tonada o se disfruta un baño matinal
a. La lluvia nos bañará a los dos, hasta derretir el barro que aprisiona 
nuestros cuerpos. El sueño se quebrará de pronto como un cascarón y brotará la vida. El fuego de los 
relámpagos sacudirá la memoria. Volverá entonces la verdad para que nazca de nuevo la ilusión. Así 
será siempre.




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