Íbamos por el pálido sendero
hacia aquella quimérica comarca,
donde la tarde, al rayo del lucero,
se pierde en la extensión como una barca
Deshojaba tu amor su blanca rosa
en la melancolía de la estrella,
cuya luz palpitaba temerosa
como la desnudez de una doncella.
El paisaje gozaba su reposo
en frescura de acequia y de albahaca
Retardando su andar, ya misterioso,
lenta y oscura atravesó la vaca.
La feliz soledad de la pradera
te abandonaba en égloga exquisita
y el vibrante silencio sólo era
la pausa de una música infinita.
Púsose la romántica laguna
sombríamente azul, más que de cielo,
de serenidad grave, como una
larga quejumbre de «violoncello»,
La ilusión se aclaró con indecisa
debilidad de tarde en tu mirada,
y blandamente perfumó la brisa,
como una cabellera desatada.
La emoción del amor que con su angustia
de dulce enfermedad nos desacerba,
era el silencio de la tarde mustia
y la piedad humilde de la hierba.
Humildad olorosa y solitaria
que hacia el lívido ocaso decaía,
cual si la tierra, en lúgubre plegaria,
se postrase ante el cielo en agonía.
Al sentir más cordial tu brazo tierno,
te murmuré, besándote en la frente,
esas palabras de lenguaje eterno,
que hacen cerrar los ojos dulcemente.
Tus labios, en callada sutileza,
rimaron con los míos ese idioma,
y así, en mi barba de leal rudeza,
fuiste la salomónica paloma.
Ante la demisión de aquella calma
que tantos desvaríos encapricha,
sentí en el beso estremecerse tu alma,
al borde del abismo de la dicha.
Mas en la misma atónita imprudencia
de aquel frágil temblor de porcelana,
a mi altivez confiaste tu inocencia
con una fiel seguridad de hermana,
y de mi propio triunfo prisionero,
me ennobleció la legendaria intriga
que sufre tanto aciago caballero
portante el mal de rigorosa amiga.
Sonaba aquel cantar de los rediles
tan dulce que parece que te nombra,
y florecía estrellas pastoriles
el inmenso ramaje de la sombra.
La noche armonizábase oportuna
con la emoción del cántico errabundo,
y la voz religiosa de la luna
iba encantando suavemente al mundo.
Sol del ensueño, a cuya magia blanca
conservas, perpetuado por mi afecto,
el azahar que inmarcesible arranca
la novia eterna del amor perfecto.
Tonada montañesa que atestigua
una quejosa intimidad de amores,
apalabrando con su letra antigua
«El dulce lamentar de dos pastores».
Y vino el llanto a tu alma taciturna,
en esa plenitud de amor sombríos
con que deja correr la flor nocturna
su venturoso exceso de rocío;
desvanecida de tristeza, cuando
pues, ¡quién no sentirá la paz agreste
un plenilunio lánguido y celeste
cifre el idilio en que se muere amando!
Bajo esa calma en que el deseo abdica,
yo fui aquel que asombró a la desventura,
ilustre de dolor como el pelícano
en la fiera embriaguez de su amargura.
Así purificados de infortunio,
en ilusión de cándida novela,
bogamos el divino plenilunio
como debajo de una blanca vela.
Íbamos por el pálido camino
hacia aquella quimérica comarca,
donde la luna, al dejo vespertino,
vuelve de la extensión como una barca.
Y ante el favor sin par de la fortuna
que te entregaba a mi pasión rendida,
con qué desgaire comulgué en la luna
la rueda de molino de la vida.
Difluía a lo lejos la inconclusa
flauta del agua, musical delirio;
y en él embebecida mi alma ilusa,
fue simple como el asno y como el lirio.
Sonora noche, en que como un cordaje
la sombra azul nos dio su melodía.
Claro de luna que, al nupcial viaje,
alas de cisne en su blancura abría...
Aunque la verdad grave de la pena
bien sé que pronto los ensueños trunca,
cada vez que te beso me enajena
la ilusión de que no hemos vuelto nunca.
Porque esa dulce ausencia sin regreso,
y ese embeleso en victorioso alarde,
glorificaban el favor de un beso,
una tarde de amor... Como esa tarde...
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